Placer
con dignidad
Diario
de una controladora del sexo
Jesús
García
Nadezhda
pasea por la comisaria su larga melena rubia, su 1,80 m de altura y una
minifalda ceñida. No atiende a lo que le dicen. Lo mismo se entretiene con un lápiz
que corretea por los pasillos. Se ríe. Cree que tiene 25 años, pero en realidad
suma 28 y pasa los días en una calle cuyo nombre ignora, la de Sant Ramón, corazón
histórico de la prostitución callejera en Barcelona.
Al
inspector del Cuerpo Nacional de Policía que la interroga no sabe decirle qué
día es. También ignora la fecha de cumpleaños de su hijo Radek, al que tuvo con
un cliente cuando se prostituía en Praga. Sólo se entristece un poco cuando
recuerda que sus compañeros de clase de burlaban de ella porque era “de un
nivel inferior”. Pero dice que ahora es feliz y que su chulo, Anton B., y su
contraladora, Frantiska K., la trata bien por más que él refunfuñe cuando lleva
a casa poco dinero y que ella, a la que considera “como una madre”, no la deje
ni a sol ni a sombra.
En
las 12 horas de jornada diaria, sube a la habitación a una media de diez
hombres. Cobra $us 25 por servicio y obtiene unos beneficios mensuales que
rondan los $us 7.000. Todo el dinero lo gestionan Frantiska y Anton. El trabajo
de Nadezhda da a los tres lo suficiente para comer, pagar el alquiler y coger
un taxi de vuelta a casa por la noche. También para enviar a Radek $us 250 al
mes,, que es la cantidad que cree ganar Nadezhda.
En
2007, la Interpol emitió una orden de búsqueda de Nadezhda. Siete años después
de abandonar el hogar, la madre fingió darse cuenta de que la chica había
desaparecido. En realidad, el problema era que el grifo del dinero (los $us 250
mensuales a Radek) empezó a cerrarse, y la madre quiso retomar el contacto. Los
agentes localizaron a Nadezhda en la calle 12 de marzo de 2008. Todos los
testigos coincidían en que podría sufrir una disminución psíquica y que estaba
en una situación de desamparo. Tiempo después se supo que las autoridades
checas habían declarados que Nadezhda sufría una deficiencia mental grave yle
había retirado la capacidad legal para obrar. La chica paso un tiempo en una
casa de acogida. Allí pintaba con colores. También era feliz. Sus explotadores,
ya en libertad, le ofrecieron volver a hacer la calle a cambio de un coche.
Mientras
Nadezhda deja atónitos a los policías con su cuerpo de mujer centroeuropea y su
comportamiento infantil, ajeno a las cosas de este mundo, Frantiska K. se nieva
a declarar. Es el 30 de abril y los agentes acaban de detenerla en la plazoleta
donde ha visto pasar las horas los últimos ocho años. Desde allí ha vigilado a
la chica, pero también ha observado la dureza de la vida cotidiana en ese
rincón de Barcelona, ha hablado con los personajes que la pueblan y ha plasmado
sus reflexiones en su vieja libreta con guías de color rosa, de esas que evitan
que, al escribir, la letra se tuerza. Sus páginas revelan una historia personal
de soledad y sufrimiento, pero también son una aproximación ambivalente al
mundo de la prostitución y un relato duro y transparente de un tiempo y un
lugar.
El
diario de la contralora esté repleto de expresiones soeces y describe con
crudeza el trabajo de las chicas, los problemas con la Policía o las palizas de
los macarras (los proxenetas). “Estas chicas podrían trabajar en el ambiente
limpio de un club. Pero allí una puta no puede abrir ni la boca. Hay mafias y
no les quedaría ni para el pan. En la calle sólo la amenaza el macarra cuando
gana poco”. Frantiska presume de un enorme fe religiosa y en ocasiones se
compadece de la suerte de las mujeres de Sant Ramón: “Cuando veo a las chicas,
con qué desgana van a follar con el cliente, me dan un poco de pena. Cuando me
pongo a contar cuántos clientes tienen que atender al mes se me cruzan los
ojos. Nadie se da cuenta de que a veces les duelen todos los bajos: importa
solo el dinero. No hay ninguna compasión”.
“La
desgracia no anda en las montañas, anda entre la gente. Es un dicho checo. Me
pregunto a veces por qué Dios permite todo esto. Necesito tanto hablar con
alguien, pero no tengo con quién (…). Cuando miro a la chica me da mucha pena.
Desearía de todo mi corazón que ella tuviera una vida feliz y una familia.
Tengo también miedo de qué va a ser de ella cuando yo falte. Me gustaría que no
estropease más su salud y empezase una vida normal. Entonces yo podría estar
tranquila y sólo me preocuparía de cocinar y descansaría delante de la tele.
¿Llegaré algún día a vivir así?”.
(Tomado de La Razón Lunes 17/9/12)
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