En 1826, faltaban todavía 25 años para que
naciera, en Edinburgo, Alexander Graham Bell. O sea que faltaban todavía
más o menos otros 30 para que existiera el teléfono. Pero ya hacía tres
años que había nacido Louis Pasteur, y faltaban aún 13 para que L.
Daguerre presentara en público la primera fotografía fija, que se llamó
“daguerrotipo”. Sin duda, el siglo XVIII fue de gentes de avanzada.
Inventores, creadores; gente que había tomado la posta de maravillas que
le dejaron los pensadores del siglo XVII. Inquietos e innovadores,
trataban de ver más allá y trabajaban sin descanso. Sabían que el tiempo
los comía y no querían ser devorados sin dejar su nombre escrito en el
mármol de “los adelantados”.
Después, gente con las
mismas inquietudes y con otras herramientas creó la radio, la
televisión, las grandes rotativas de imprenta que escupen diarios a una
velocidad de pánico. Los teléfonos celulares, el internet, las primeras
cámaras de fotografía “portátiles”, y de allí saltamos al vértigo que
tenemos hoy: unos aparatitos apenas más grandes que supositorios donde
se concentra todo: el poder de la comunicación absoluta al instante y a
cualquier lugar del mundo. Sin duda fueron dos siglos de maravilla.
De hecho, en el mismo 1826, un grupo de personas brillantes redactó en
Bolivia la Ley de Imprenta, que para esos años era una herramienta
jurídica de avanzada. Se nota desde el principio cuál era el espíritu de
esa ley: Artículo 1°.- “Todo habitante de Bolivia puede publicar por la
prensa sus pensamientos conforme al artículo 150 de la Constitución,
siempre que no abuse de esta libertad”. Artículo 2°.- “Se abusa de esta
libertad: 1) Atacando de un modo directo las leyes fundamentales del
Estado, con el objeto de inducir á su inobservancia; 2) Publicando
escritos contrarios á la moral ó decencia pública; 3) Injuriando á
cualesquiera personas sobre las acciones de su vida privada”.
Y en la parte de penas y restricciones, es igualmente lúcido: Artículo
10°.- “Ningún individuo puede hacer uso de su imprenta sin dar previo
aviso á la policía del nombre del que la administra, y del título que
hade llevar; así como poner en sus papeles el día y año de su
impresión”. Artículo 11°.- “Los impresores están obligados á sigilar los
nombres de los autores que publiquen sus papeles, cuando así lo
soliciten, hasta el momento en que se reúna el 2do jurado. La infracción
de este artículo, será castigada con la privación de administrar
imprenta alguna por diez años”.
Nótese que habla de
la “impresión de papeles”. Por eso no se llama “ley de prensa” sino “de
imprenta”. Las penas, para la época, eran de verdad atemorizantes. Pero
el mundo cambió, las nuevas tecnologías e inventos de los adelantados
quedaron fuera de esta noble norma. Por lo tanto, las formas de ejercer
la información también. De todos modos, la “ley de imprenta” no llegó ni
a reglamentarse por las peloteras políticas del año 30. Una vez más las
buenas ideas quedaron en papeles. Y envejecieron olvidadas de la mano
de favores varios, hasta que alguien decidió que era una causa que,
aunque inexistente como tal, servía como bandera de defensa de algunos
intereses. Y que como toda bandera, no debía cambiarse.
Nunca termino de saber cómo se zanjó la discusión de cuándo ni dónde
comenzó la modernidad, pero de una cosa estoy seguro: no es en este
siglo, ni es en Bolivia. Hay datos que lo confirman.
De tal suerte que no hay que ser ni inteligente para darse cuenta de
que la Ley de Imprenta es una querida pieza arqueológica que deberían
regalársela al Ministerio de Culturas para exponer ante la gente lo
avanzados que eran en todo el mundo y en Bolivia, en el 1800, y dejar en
claro, por comparación, lo atrasados, retrógrados que son hoy. Tanto,
que piensan (o pretenden hacernos creer) que estos últimos 200 años no
son nada.
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