miércoles, 17 de abril de 2013

La Puta

Desde la acera de enfrente María Galindo

Si hay una mujer recurrentemente retratada por la sociedad patriarcal es la puta.

La Iglesia quiere mostrarnos a una puta que hay que condenar porque disfruta del sexo con los que la compran y la venden.

Los artistas la presentan como la prolongación de su virilidad creadora, la muestran tendida con las piernas abiertas para libre disponibilidad de todos los prostituyentes del mundo.

En la literatura, la puta apenas alcanza a gemir de gusto debajo de cuerpos nauseabundos.

Víctima y villana, tiene en el mundo machista cara de pecadora, senos grandes y piernas siempre abiertas. En la televisión y en los periódicos se la muestra muerta, tendida y sangrando en la calle sin que nadie la ayude, o vestida con apenas hilachas, cínica y portadora de crimen, enfermedad y vicio.

La puta es una mujer que tiene ojos vivaces y una capacidad de detectar el peligro y la mentira. No mira el mundo, sino lo escruta con los ojos, por eso la mirada de la puta es fuerte y contundente.

No le pasa lo mismo con la boca de donde sale una sonrisa quebrada por la tristeza, una mueca de asco, de dolor, de disconformidad. Ella tiene una sonrisa rota. No habla sino calla. Ella no confiesa, no revela, no delata y prefiere no hablar.

Para ella, amor y odio son una misma palabra; vida y muerte también. Noche y día son una misma palabra; hambre y deudas también, por lo que la puta no sólo habla poco, sino que ha ido perdiendo el significado de las palabras. El diccionario de la puta es otro, nada significa lo mismo para ella que para el resto de la humanidad.

Es puta porque no tiene otra cosa que hacer, porque lo fue desde el colegio, porque se lo ofrecieron en la puerta del instituto, en el primer trabajo, en el minibús y donde buscó algo que hacer para sobrevivir. Lo que se le ofreció es que sea puta. O puta del profesor o puta del jefe o puta del dueño de casa o puta del mundo, por eso la puta es puta casi porque es mujer, casi porque no hay trabajo, casi por casualidad, casi por destino trágico.

Por eso, en su condición de puta, no se esconde una novela sino una relación muy simple entre la necesidad y la posibilidad de sobrevivir. Sin embargo, ella siente una insoportable vergüenza de ser puta. Se figura que es una situación transitoria hasta ahorrar el anticrético, pagar la deuda, terminar la carrera, lograr el monto que se necesita para la operación. Algo pasa que ese momento nunca llega, algo pasa que no hay donde trabajar, que nuevamente sus pasos la llevan al burdel. Cambia de ciudad pero no de sitio, cambia de barrio pero no de sitio.

La puta conoce el sabor del semen porque le toca tragarlo como veneno. El pene es un órgano más suyo que del prostituyente porque lo conoce al más mínimo detalle; su fragilidad, su flacidez, su verdadera dimensión de desesperada y frustrada masculinidad.

Ella mira a los hombres desde abajo y el que lleva las piernas abiertas es él y no ella. Por eso el prostituyente necesita humillarla para que jamás la puta se atreva a revelar por las calles aquello que en el burdel ha entendido sobre los hombres.

Conseguir que el prostituyente se sienta un macho potente le cuesta a la puta la vida, la dignidad, los sueños y la salud.

Es una mujer sentenciada a muerte, por eso está llena de vida, de ironía, de delicadeza, de ternura y de sueños. Para entender la fuerza de los deseos de la puta, la fuerza de la amistad de ella, habría que pensar en la fuerza del último deseo de un condenado a muerte.
(Tomado de Página Siete 17-4-13) María Galindo es miembro de Mujeres Creando.

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